martes, 26 de agosto de 2008

Pastilla educativa contra una historia infectada: No dejemos que una mentira guíe nuestro destino

Pedro Rodríguez Rojas.

El etnocentrismo europeo ha orientado el surgimiento de una pretendida Historia Universal, que busca explicar los cambios ocurridos en todo la historia de la humanidad bajo parámetros occidentales. Morales (1981) señala: “Una concepción de la historia con pretensiones hegemónicas y monopolizantes en el proceso de una invención de la historia de los hombres a escala planetaria. En una buena medida el eurocentrismo es una concepción étnica y también racial. La historia eurocéntrica blanca, sin presentación.” (p.41)
Desde Herodoto, considerado como el padre de la historia escrita, parte por reafirmar y revalorizar la cultura Griega sobre otras, fundamentalmente sobre la egipcia. Pericles hablaba de la supremacía Ateniense, Libio escribió la historia de Roma como si se tratara de toda la humanidad y esta pretensión etnocéntrica y universalista llegaría a su máximo con La Enciclopedia (1751-1772).
Desde entonces se ha pretendido establecer una división entre una historia después de la civilización Greco Romana (germen de la civilización occidental) y otra etapa anterior, la considera como prehistórica, para referirse fundamentalmente no solo a los pueblos sin escritura sino a las grandes civilizaciones orientales (fundamentalmente la egipcia, primera de todas las grandes civilizaciones) es decir a los países que ocupan las naciones del sur, hoy países subdesarrollados. Una gran paradoja hoy para el debate posmoderno que revaloriza el lenguaje simbólico - frente al lenguaje alfabético- mientras que la historiografí a occidental aun dominante lo considera el hito con el que se separa la historia de la prehistoria
Desde los griegos, Herodoto, Pericles en Atenas, luego Libio en Roma, conocemos una historiografí a con pretensiones universalistas que tiene a su favor haber roto con el misticismo, el carácter estrictamente religioso con los que los hombres se veían así mismos, pero esta historia es marcadamente sesgada una historia etnocéntrica que pretende explicar al resto del mundo en función de los intereses propios, que legitima la supuesta supremacía de una cultura o civilización sobre otras. Así lo hicieron los griegos con respecto a los egipcios, desde allí surge la figura de los otros, los bárbaros, cuando en realidad se referían a la primera gran civilización humana. Pero esta pretensión etnocéntrica no solamente es europea, basta ver como los aztecas, los incas se veían así mismos como centro o el ombligo del mundo. La diferencia consiste en que el etnocentrismo de los países hegemónicos occidentales ha servido para legitimar la violencia, el genocidio, sobre las otras poblaciones o culturas consideradas como inferiores y para establecer clara diferencias entre civilizados y barbarie, pueblos históricos y prehistóricos, cultura occidental vs. el resto del mundo, países autodenominados primer mundo vs. tercer mundo, desarrollados vs. subdesarrollados, ricos vs. pobres, norte vs. sur.
G. Vattimo (1990), es aún más radical en su concepción sobre la imposibilidad de la historia universal: “No existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprensivo, capaz de unificar todos los demás (como sería la historia que engloba la historia del arte, de la literatura, de las guerras, de la sensualidad, etc.) “(p.11).
Habermas (1986) difiere de ésta negación de la historia como colectivo, aunque si comparte la crítica al historicismo ilustrado: “El colectivo singular "historia" no se elimina sustituyéndolo por plurales. Existen indicadores que la unidad universal de la historia en este globo (y en torno a él) es hoy una realidad o mejor, se ha convertido en una realidad “(p.448).
Para Habermas estos indicadores de unidad son el lenguaje, el trabajo, la interacción y los sistemas de interpretació n. Ya Toymbee anteriormente se había pronunciado por la identidad de los seres humanos por el simple hecho de serlo, para ello cita al antropólogo Murphy: “La semejanza de las ideas y practicas son principalmente debido a la similitud de la estructura del cerebro humano... la mente tiene ciertas características, poderes y métodos de acción universal...” (p.75)
La historia latinoamericana (cuando aún éste término no existía) como unidad, comienza a escribirse desde el diario del Almirante Colón, no es una historia académica, pero al fin pretende explicar desde afuera qué somos, de dónde venimos, y hacia dónde vamos: éramos bárbaros, sin religión monoteísta, sin dominio de la tecnología (hierro, pólvora). Fundamentalmente ubicados en el paleolítico, por no haber trabajado con los metales pero paradójicamente capaces de crear las obras arquitectónicas que aún causan envidia en Europa y Norteamérica. Esta visión marcadamente occidentalizada demarca los antecedentes de nuestra primera historiografí a, cargada de etnocentrismo, de mitología, de prepotencia cultural y religiosa y de una ambición desmedida.
América tierra nueva, ingenua, necesita de un gran impulso salvador (más no modernizante) representado por la madre Europa, acabar con las culturas existentes y reconstruir sobre bases europeas (pero en condiciones de dependencia con ésta) es el único sentido de su historia: negación y progreso.
Esta visión histórica va a ser dominante en Europa y en nuestra clase criolla hasta finales del siglo XVIII, con el advenimiento de los estudios científicos. Desde entonces comienza a reescribirse una historia en Europa que es portadora del discurso cientificista que profundiza la perspectiva eurocéntrica con pretensiones enciclopedista y universalista. Fue Hegel quien por primera vez se refirió a América como un continente prehistórico por su imposibilidad de haber constituido un Estado, desconociendo la existencia de nuestras ciudades- estados precolombinos, y aún más el desarrollo de grandes imperios civilizaciones (Inca, Maya, Azteca).
No hay historia, entramos a la historia con Europa, según esta visión predominante en la Europa de Hegel, Kant y Marx, América no es una sociedad histórica es sólo una geografía. Esta historiografí a no reconoce las diferencias sino las supuestas inferioridades y esta inferioridad ya no es explicada a partir de parámetros religiosos sino científicos, según lo cual nuestra natural De esta visión eurocentrista se harían eco muchos de nuestros grandes intelectuales en el siglo XIX, que sin estudiar a profundidad nuestra historia aborigen, en defensa de un proyecto iluminista y de modernización al estilo europeo, reproducirían este eurocentrismo. Así lo hicieron la mayoría de nuestros intelectuales. Solo por citar uno de tantos, veamos lo que señalo Sarmiento (citado por Pinillos (1993): “De la fusión de estas tres familias (españoles, indios y negros) ha resultado un todo homogéneo que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial.. . Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado, la incorporación de indígenas que hizo la colonización. .. “(p.55)
La Historia de América Latina y del resto de los países hoy llamados subdesarrollados y geográficamente ubicados mayoritariamente al sur del globo terráqueo, ha sido fundamentalmente escrita, tanto por propio como extraños, a partir de parámetros ajenos, impuestos. Nuestra historia ha sido una reproducción de la cosmovisión del mundo a partir de una cultura dominante: la europea- occidental. Así ha sido escrita nuestra historiografí a tradicional y esta perspectiva ha sido reproducida en los relativamente recientes estados nacionales, desde las corrientes positivistas pasando por el positivismo y el propio marxismo, se ha escrito la historia de las elites, de los héroes, de las grandes contiendas, de las cronologías que resalta los hechos políticos-militarist as.
Una historia centralista que contribuyó a la legitimación de gobiernos y de caudillos militares. Una historia que copió conceptos, teorías, de los países hegemónicos, pero junto a estos también contribuyó a trasladar y legitimas la dependencia económica, política y cultural. Una historia y unas ciencias sociales que ayer y hoy sin filtros, sin cuestionamiento, sin contextualizació n han contribuido a que seamos penetrados y demos como legítimos conceptos y procesos como los de trabajo, capital, democracia, ciudadanos, libertad, como si estos fueran universalmente validos y no requirieran ser contextualizados o simplemente rechazados si no responden a nuestra idiosincrasia. Una historia que nos ha periodizado siguiendo las mismas etapas de la historia europea: paleolítico, neolítico, edad antigua, edad media, edad moderna, posmodernidad, cuando en realidad ninguna de estas etapas las hemos vivido en nuestro propio desarrollo, pasamos de una vida comunal conjugando luego lo peor del esclavismo, la edad media, el feudalismo, capitalismo, la modernidad y hoy nos hablan y nos piden que seamos posmodernos, cuando muchos de nuestro países no tienen claros que es o que fue la modernidad.
Muchas de las perspectivas historiográficas que intentan ser distintas caen en los mismos errores, al pretender no sólo enjuiciar sino al circunscribir la historiografí a en una leyenda blanca, donde colonización fue igual a universidades, a progreso, a cultura y para otros una leyenda negra: esclavitud, usurpación, intolerancia, etc. Lo cierto es que ambas reflejan esa dicotomía de amor y odio con la que hemos escrito nuestra historiografí a.
Esta percepción historiográfica nos lleva a percibir el siglo XIX, Era Republicana, como si la realidad fuera producto sólo de la gesta independentista. Se produce una negación de la etapa colonial y en contrapartida una exaltación a los héroes de la independencia, se personaliza la historia perdiendo su carácter colectivo. Esta historia romántica iniciada a mediados del siglo XIX tenía como intención unificar las nuevas repúblicas, darle sentido colectivo.
Esta historiografí a está vinculada estrechamente al surgimiento de nuestros Estados nacionales esta guiada más por el sentimentalismo y el simbolismo que por la investigación académica (rigurosidad en las fuentes, imparcialidad histórica, etc.) en ella queda desdibujada la mayoría de la población, se convierten en pueblo uniforme (o masa) que sólo sirve para dar legitimidad a los caudillos como "dignos herederos" de los “padres de la patria”. Según el historiador Germán Carrera Damas (1998), esta es una historia de la “mentalidad criolla”: “Esos criterios sirvieron sobre todo para fundamentar y preservar la independencia nacional, para apoyar la aspiración de libertad, pero no han sido igualmente eficaces para promover la democracia, procurar el bienestar de las sociedades”. (p.9).
Pero ambas corrientes históricas (Positivista y Marxista) coinciden en la percepción de la historia como evolución a etapas superiores, ambas subestiman nuestro pasado indígena y negroide, ambas subestiman el papel de la mayoría de la población. Esta perspectiva historiográfica que establece una brecha entre culturas prehispánicas y cultura hispánica entre una prehistoria (que no es historia sino geografía) y la historia, produjo el surgimiento de la Antropología, como ciencia de los hombres primitivos, como si éstos no formaran parte de la historia, por el simple hecho de no contar con un sistema de escritura como la entendemos hoy, una tecnología o un Estado en el sentido occidental.
A favor de esta Antropología debemos decir, que ésta ha permitido rescatar lo negado por la historia dominante (universal o nacional) y hoy ha permitido rescatar en categorías tan eclécticas como las de: pueblo, cultura popular, campesino, clase humilde o baja, marginados, mayorías, etc. lo que en ella se esconde, la herencia de un pasado aborigen, de una cultura que aunque subordina a la de las elites blancas aún perdura. Pero en contra de esta Antropología, o mejor aún de su utilización, podemos decir que ha profundizado una brecha entre la Historia (abierta por esta) y la Antropología, como sí ambas no pretendieran comprender el transcurrir del hombre en el tiempo, hombre en plural: blanco, indio, negro; y el tiempo desde sus orígenes hasta el presente.
Conceptos como el papel del caudillo o de la vanguardia, simbolizan la supremacía de una elite sobre un colectivo incapaz de decidir su propio destino. Villega, A. (1993) señala: “El ejercicio de la soberanía popular, el de que el pueblo se gobierne a sí mismo, ha sido obstaculizado en América, no sólo por las dificultades prácticas que implica ésta soberanía, sino por que los políticos, los que podríamos llamar políticos profesionales, se han visto siempre poseídos por una desconfianza hacia las capacidades populares para el ejercicio soberano. “(p.30)
Esa desconfianza ha sido por igual entre los ilustrados independentistas y los socialistas del siglo XIX, tanto Bolívar en Venezuela, como Fray Servando Teresa de Mier en México, se refieren a la imposibilidad de la democracia por no contar con un pueblo maduro, por no ser aún ciudadanos, los pensadores de finales de siglo hablan del “gendarme necesario”, una especie de civilizador nacional y los marxistas se refieren a la vanguardia: Villegas, A. (1993), señala: “Hay también una elite revolucionaria que no oculta su desconfianza hacia el pueblo. Esta desconfianza se manifiesta en la teoría de la “vanguardia” revolucionaria y del foquismo, es la teoría que afirma que las clases trabajadoras por sus propias fuerzas no llegan más que a la antesala de la revolución, cuando llegan...” (p.37)
Entre blancos y mestizos, héroes y víctimas, líderes y pueblos, vanguardia y clase trabajadora, entre el amor y el odio, o entre el mestizaje (especie de mezcla que químicamente, sin parcialidad, ha unido nuestro pueblo) o el etnicismo (racista), entre lo local, lo nacional y lo regional, entre diversidad y homogeneidad se ha escrito nuestra historia. Su de-construcció n es imperante.

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